lunes, 22 de noviembre de 2010

LA CAPACITACIÓN PARA LA VIDA

 












Nada puede decirse en definitiva sobre esta nueva escuela hasta que no se elabore el plan nacional de desarrollo .Desde ahora se hace evidente , sin embargo , que la planificación educativa estará centrada en la idea de capacitar a los peruanos para las tareas concretas de la vida nacional. Permítaseme insistir en esta expresión tareas concretas .Contra el carácter abstracto , falsamente universal , que ha prevalecido en la educación peruana del pasado , hay que volver la vista a las exigencias de la realidad , hay que volver la vista al hombre concreto , sus problemas ,sus incitaciones geográficas e históricas y sus posibilidades de perfección bien definidas .También nosotros queremos la plenitud de la exigencia de desarrollo nacional obliga a poner como idea –eje de nuestra educación , la capacitación para la vida .Debemos prepararnos para esta nueva orientación de la escuela peruana y estar dispuestos a prestarle el apoyo de nuestra convicción y de nuestra voluntad constructiva .Y para ello tenemos que habituarnos a pensar en términos de desarrollo nacional y a concebir – con presidencia de toda la idealización imitativa y abstracta del hombre y su destino – que educar es hacer al hombre apto para la acción y que ser apto en el Perú debe significar ser capaz de contribuir al ascenso de la nación .
En este contexto hay que plantear y resolver hoy día –como un ingrediente de la tarea que tenemos por delante – el problema de la oposición entre educación humanista y educación técnica .Sabemos que el progreso del Perú depende de su adaptación a las formas más avanzadas de la economía moderna , que es una economía industrial .La transformación de nuestra estructura económica exige una pronta y vasta asimilación de la tecnología de Occidente .Por lo cual parecía que estamos condenados a optar en contra de la educación humanista .Pero tal conclusión seria incontestable sólo si fuera cierta la oposición de humanismo y técnica .Como lo he mostrado en otra ocasión , la técnica en tanto que trabajo como fuente de creación del ser humano .En consecuencia , tampoco la educación técnica se opone a la humanista .A decir verdad , toda educación que realiza cabalmente sus fines , esto es, que cumple los ideales de la formación humana , es en esencia humanista. ¿Cómo podríamos hoy formar cabalmente hombres dando la espalda a las realidades de la sociedad contemporáneo?¿Cómo podríamos llevarlos a su plena forma sin ponerlos en posición de los medios racionales y prácticos para actuar en el mundo y para convertirlo en un mundo de personas? La educación técnica , que enseña a poseer esos medios , tiene así su justificación humanista.
He aquí otra misión que el maestro debe cumplir y que es también inexcusable en una educación para el desarrollo .Criticar nuestra mal llamada educación humanista y devolver su dignidad a la escuela técnica , tomarla como centro de formación de los nuevos hombres que el país necesita para su expansión material y espiritual ; rescatar , sobre todo , al trabajo manual de su condición de tarea inferior y mostrar – educando para ese trabajo y en ese trabajo- la presencia del espíritu creador en él el aliento de la racionalidad y la libertad humanas que hay en su obra y las ingentes reservas de moralidades colectiva e individual que guardan los quehaceres más humildes cuando tienen un sentido constructivo .Actuando así, el maestro habrá afirmado en todos los educandos , sean cuales fueren sus aptitudes y sus preferencias vocacionales , la confianza indispensable en su esfuerzo ; habrá hecho nacer en ellos la conciencia del valor social de su acción , y habrá entregado al país , llenas de pujanza y de sentido renovador , las energías materiales y espirituales que le son indispensables para su crecimiento.




ESTE PROBLEMA NO LO RESUELVE LA ESCUELA PRIMARIA

SALAZAR BONDY

Así consideradas las condiciones del problema pedagógicos, ¿qué deberemos hacer? ¿Fomentar la instrucción superior?¿Resolver aisladamente estos problemas sin comprenderlos en una solución sincrética?
A juzgar por la iniciativa del gobierno , que responde a un sentimiento nacional , lo primero que importa hacer es fomentar la instrucción primaria .Se cree, que el origen de nuestra decadencia está principalmente en el considerable número de analfabetos , y tomando como analogía , lo que ha hecho la escuela norteamericana , se concluye de este modo :”el día en que tengamos numerosas escuelas el país se habrá salvado”; “el día en que podamos gastar algunos millones en fomentar la instrucción primaria nos habremos regenerado”.
¿En qué consiste esa regeneración y , cómo podrán realizarla nuestras escuelas?. Eso no se discute ; porque se establece como indiscutible que la escuela ha operado esa regeneración en todas partes y debe producir ese mismo efecto entre nosotros , dada la unidad de la especie humana .
Y sin embargo , nada más digno de discusión que ese hecho indiscutible ; porque conviene saber , si por generación se entiende solamente cierto grado de desarrollo intelectual , que permita al hombre extender y perfeccionar el campo de sus ideas , dejando los sentimientos a merced de esa cultura o si esa palabra tiene un sentido más profundo y se refiere esencialmente a la disciplina del sentimiento y de la voluntad. Comprendida la cultura en un sentido intelectualista; es claro que las escuelas en el Perú ; podrán , enseñando las materias de un programa adecuado , llenar su misión .Todo quedará reducido a pagar maestros , edificar locales y adquirir mobiliario conveniente .
Pero ,¿Se habrá resuelto así el problema de la felicidad individual y social?¿Se llegará a ese fin por las ideas? Creemos firmemente que no : Al contrario , afirmamos que esa cultura intelectual es nociva , si está al servicio de un egoísmo refractario a la disciplina social. Las escuelas que no moralizan son focos de infección , y de las escuelas no moralizan si se contraen exclusivamente a la cultura intelectual.
Los que no conocen la psicología del sentimiento en sus relaciones con las ideas y la voluntad , incurren en el grave error de dar a las ideas un poder que no tienen sobre las acciones .Estas se encuentran a merced del sentimiento , que resiste con ventaja los consejos de la razón .
Si la escuela debe moralizar , si la escuela debe contribuir a la felicidad del individuo y de la sociedad , necesita educar el sentimiento .¿Y podrá conseguirse esto con las escuelas que se proyectan? Nada autoriza a suponerlo ; porque ni las escuelas modelos surgen por encanto , ni es posible obtenerlas con la sola aplicación de los recursos materiales.
La escuela educa , la escuela moraliza , la escuela civiliza ; no con maestros eruditos , ni con locales y mobiliarios completos ; sino mediante la acción del ejemplo y la influencia de las ideas morales , operada por medios que hieren directamente el sentimiento .Ese es el secreto de la eficacia de la escuela en los países que no son latinos y que no están bajo la dirección religiosa del clero católico .Esa es también la causa principal de la superioridad de las sociedades regidas por un sentimiento religioso de libre examen.
Un pedagogísta francés explica por esta causa el hecho singular , de que en los países protestantes la instrucción primaria ha llegado a un alto grado de organización , mucho tiempo antes que en aquellos en que predomina el culto católico .El protestante tiene un libro de lectura ,que necesita conocer muy bien y en el cual busca durante toda su vida un consejo , una regla de conducta o un consuelo , un principio de resignación , un estimulo para su actividad en los momentos de desfallecimiento .Ese libro es la Biblia ; que aviva su deseo de saber , su necesidad de profundizar la vida y conocerla en todos sus pliegues , que no lo aparta de la realidad para desdeñarla y elevarlo a regiones celestiales , en que los intereses humanos se disipan ; sino que lo mantienen aquí , en medio de las miniseries de esta tierra y de sus grande obstáculos que necesitan vencer .Ese libro le enseña que debe tener confianza en sus propias fuerzas , que todo lo ha de esperar de su voluntad bien rígida , que la providencia es fecunda para los buenos y activos solamente ,que los bienes de la naturaleza no son fines , sino medios de expansión de la libertad humana , de esa libertad individual , de ese sentimiento de independencia , rico tesoro de virtudes , legado a esas razas , por una voluntad que se esconde en el origen de la humanidad.
Todo eso le enseña la biblia al protestante , porque todo eso se lo explica y hace comprender el sacerdote y el maestro , edificando su carácter , ese carácter severo , que se identifica con el deber y que puede desafiar impunemente las asechanzas corruptoras de la riqueza , ineficaces para detener su actividad , paralizarla y casi extinguirla, como se extingue en ese ideal del ”fare niente”, aspiración de la raza latina , cuya religión del movimiento , que ha llegado a construir ya un peligro para la felicidad como es toda dirección exclusivamente en la solidaridad de las fuerzas que componen el universo.
La escuela norteamericana no es confesional ciertamente , pero está envuelta en esa atmosfera de educación religiosa , característica del pueblo sajón ; de la que no ha podido escapar ni el catecismo , con sus dogmas y su intransigencia forzado a amoldarse al espíritu que informa la civilización yankee.”Lo que hay de verdaderamente sorprendente , dice Weiler , es que el mismo catolicismo ; al tocar el suelo americano , haya experimentado las leyes de una especie de evolución natural y que esta religión de dogmas absolutos , que representa entre nosotros la forma ideal de despotismo ilustrado , se haya transformado al soplo poderoso de la libertad” .La preocupación de la enseñanza religiosa no es la de formar santos , sino bravas gentes , gentes honradas y valerosas ; la doctrina fundamental del padre Hecker es la de mejorar al hombre por la religión , antes de hacerlo un santo , es la de utilizar inmediatamente los preceptos religiosos en el mejoramiento individual y social de la humanidad ; es de demostrar la utilidad de ser bueno ; es hacer de la religión una moral y no de la moral una religión ; es realizar el ideal de ese gran pueblo , en que el espíritu democrático informa el pensamiento religioso y en que la noción del trabajo honrado , de la actividad honesta , constituye la base solida de toda su civilización.
No nos detendremos aquí en repetir lo que Demolins Routier , Dugard , Boutmy , Spencer, Sergi, Wailer, Bazalgette y otros han dicho sobre las causas que determinan la decadencia de la raza latina y de la superioridad de la sajona .Nuestro objeto al establecer esta comparación es manifestar solamente que la eficacia de la escuela norteamericana , no es el resultado exclusivo de los medios exteriores de la pedagogía , sino de causas más profundas que tocan la índole de la raza y se relacionan con la enseñanza religiosa.
Pensar , por consiguiente , que revistiendo a nuestra escuelas del aparato que exhiben las norteamericanas , podremos llegar al mismo fin , es incurrir en el error común en que incurre nuestro criterio al imaginar que modificando las leyes operaremos súbitamente el cambio de los hombres.









domingo, 21 de noviembre de 2010

LOS GATOS EN LA NOCHE

MARIO VARGAS LLOSA:




Fiel a la cita, Lucrecia entró con las sombras, hablando de gatos. Ella misma parecía una hermosa gata de Angora bajo el rumoroso armiño que le llegaba a los pies y disimulaba sus movimientos. ¿Estaba desnuda dentro de su envoltura plateada?
—¿Gatos, has dicho?
—Gatitos, más bien —maulló ella, dando unos pasos resueltos alrededor de don Rigoberto, quien pensó en un astado recién salido del toril midiendo al torero—. Mininos, micifuces, michis. Una docena, quizás más.
Retozaban sobre la colcha de terciopelo rojo. Encogían y estiraban las patitas bajo el cono de luz cruda que, polvo de estrellas, bajaba sobre el lecho desde el invisible cielorraso. Un olor a almizcle bañaba la atmósfera y la música barroca, de bruscos diapasones, venía del mismo rincón del que salió la dominante, seca voz:
—Desnúdate.
—Eso sí que no —protestó doña Lucrecia—. ¿Yo ahí, con esos bichos? Ni muerta, los odio.
—¿Quería que hicieras el amor con él en medio de los gatitos? —Don Rigoberto no perdía una sola de las evoluciones de doña Lucrecia por la mullida alfombra. Su corazón empezaba a despertar y la noche barranquina a deshumedecerse y vivir.
—Imagínate —murmuró ella, parándose un segundo y retomando su paseo circular—. Quería verme desnuda en medio de esos gatos. ¡Con el asco que les tengo! Me escarapelo toda de acordarme.
Don Rigoberto comenzó a percibir sus siluetas, sus orejas a oír los débiles maullidos de la menuda gatería. Segregados por las sombras, iban asomando, corporizándose, y en el incendiado cubrecama, bajo la lluvia de luz, lo marearon los brillos, los reflejos, las pardas contorsiones. Intuyó que, en el límite de esas extremidades movedizas se insinuaban, acuosas, curvas, recién salidas, las uñitas.
—Ven, ven aquí —ordenó el hombre del rincón, suavemente. Al mismo tiempo, debió de subir el volumen porque clavicordios y violines crecieron, golpeando sus oídos. ¡Pergolesi!, reconoció don Rigoberto. Entendió la elección de la sonata; el dieciocho no era sólo el siglo del disfraz y la confusión de sexos; también, por excelencia, el de los gatos. ¿Y acaso no había sido Venecia, desde siempre, una república gatuna?
—¿Ya estabas desnuda? —Escuchándose, comprendió que la ansiedad se apoderaba de su cuerpo muy deprisa.
—Todavía. Me desnudó él, como siempre. Para qué preguntas, sabes que es lo que más le gusta.
—¿Y, a ti también? —la interrumpió, dulzón.
Doña Lucrecia se rió, con una risita forzada.
—Siempre es cómodo tener un valet —susurró, inventándose un risueño recato—. Aunque esta vez era distinto.
—¿Por los gatitos?
—Por quién, si no. Me tenían nerviosísima. Me hacía la pila de los nervios, Rigoberto.
Sin embargo, había obedecido la orden del amante oculto en el rincón. De pie a su lado, dócil, curiosa y anhelante, esperaba, sin olvidar un segundo el manojo de felinos que, anudados, disforzados, revolviéndose y lamiéndose, se exhibían en el obsceno círculo amarillo que los aprisionaba en el centro de la colcha llameante. Cuando sintió las dos manos en sus tobillos, bajando hasta sus pies y descalzándolos, sus pechos se tensaron como dos arcos. Los pezones se le endurecieron. Meticuloso, el hombre le quitaba ahora las medias, besando sin premura, con minucia, cada pedacito de piel descubierta. Murmuraba algo que a doña Lucrecia, al principio, le habían parecido palabras tiernas o vulgares dictadas por la excitación.
—Pero no, no era una declaración de amor, no eran las porquerías que a veces se le ocurren —se rió de nuevo, con la misma risita descreída, deteniéndose al alcance de las manos de don Rigoberto. Éste no intentó tocarla.
—Qué, entonces —balbuceó, luchando contra la resistencia de su lengua.
—Explicaciones, toda una conferencia felinesca —se volvió a reír ella, entre grititos sofocados—. ¿Sabías que lo que más les gusta en el mundo a los michis es la miel? ¿Que llevan en el trasero una bolsa de la que se saca un perfume?
Don Rigoberto olfateó la noche con sus narices dilatadas.
—¿A eso hueles? ¿No es almizcle, entonces?
—Es algalia. Perfume de gato. Estoy impregnada. ¿Te molesta?
La historia se le escurría, lo extraviaba, creía estar dentro y se encontraba fuera. Don Rigoberto no sabía qué pensar.
—¿Y para qué había llevado los frascos de miel? —preguntó, temiendo un juego, una broma, que quitaran formalidad a aquella ceremonia.
—Para untarte —dijo el hombre, dejando de besarla. Continuó desnudándola; había terminado con las medias, el abrigo, la blusa. Ahora, desabotonaba su falda—. La traje de Grecia, de abejas del monte Imeto. La miel de la que habla Aristóteles. La guardé para ti, pensando en esta noche.
«La ama», pensó don Rigoberto, celoso y enternecido.
—Eso sí que no —protestó doña Lucrecia—. No y no. Conmigo no van las cochinadas.
Lo decía sin autoridad, sus defensas arrolladas por la contagiosa voluntad de su amante, con el tono de quien se sabe vencida. Su cuerpo había comenzado a distraerla de los chillones de la cama, a vibrar, a concentrarla, a medida que el hombre la liberaba de las últimas prendas y, postrado a sus pies, seguía acariciándola. Ella lo dejaba hacer, tratando de abandonarse en el placer que provocaba. Sus labios y manos dejaban llamas por donde pasaban. Los gatitos estaban siempre allí, pardos y verdosos, letárgicos o animados, arrugando el cubrecama. Maullaban, jugueteando. Pergolesi había amainado, era una lejana brisa, un desmayo sonoro.
—¿Untarte el cuerpo con miel de abejas del monte Imeto? —repitió don Rigoberto, deletreando cada palabra.
—Para que los gatitos me lamieran, date cuenta. Con el asco que me dan esas cosas, con mi alergia a los gatos, con el disgusto que me produce mancharme con algo pegajoso («Nunca mascó un chicle», pensó don Rigoberto, agradecido), aunque sea la punta de un dedo. ¿Te das cuenta?
—Era un gran sacrificio, lo hacías sólo porque...
—Porque te amo —le cortó ella la palabra—. Me amas también, ¿no es cierto?
«Con toda el alma», pensó don Rigoberto. Tenía los ojos cerrados. Había alcanzado, por fin, el estado de lucidez plena que buscaba. Podía orientarse sin dificultad en ese laberinto de densas sombras. Muy claramente, con una pizca de envidia, percibía la destreza del hombre que, sin apurarse ni perder el control de sus dedos, desembarazaba a Lucrecia del fustán, del sostén, del calzoncito, mientras sus labios besaban con delicadeza su carne satinada, sintiendo la granulación —¿por el frío, la incertidumbre, la aprensión, el asco o el deseo?— que la enervaba y las cálidas vaharadas que, al conjuro de las caricias, comparecían en esas formas presentidas. Cuando sintió en la lengua, los dientes y el paladar del amante la crespa mata de vellos y el aroma picante de sus jugos le trepó al cerebro, empezó a temblar. ¿Había empezado a untarla? Sí. ¿Con una pequeña brocha de pintor? No. ¿Con un paño? No. ¿Con sus propias manos? Sí. Mejor dicho, con cada uno de sus dedos largos y huesudos y la sabiduría de un masajista. Esparcían sobre la piel la cristalina sustancia —su azucarado olor ascendía por las narices de don Rigoberto, empalagándolo— y verificaban la consistencia de muslos, hombros y pechos, pellizcaban esas caderas, repasaban esas nalgas, se hundían en esas profundidades fruncidas, separándolas. La música de Pergolesi volvía, caprichosa. Resonaba, apagando las quedas protestas de doña Lucrecia y la excitación de los gatitos, que olfateaban la miel y, adivinando lo que iba a ocurrir, se habían puesto a brincar y a chillar. Corrían por el cubrecama, las fauces abiertas, impacientes.
—Más bien, hambrientos —lo corrigió doña Lucrecia.
—¿Estabas ya excitada? —jadeó don Rigoberto—. ¿Estaba él desnudo? ¿Se echaba también miel por el cuerpo?
—También, también, también —salmodió doña Lucrecia—. Me untó, se untó, hizo que yo le untara la espalda, donde su mano no llegaba. Muy excitantes esos jueguecitos, por supuesto. Ni él es de palo ni a ti te gustaría que yo lo fuese, ¿no?
—Claro que no —confirmó don Rigoberto—. Amor mío.
—Nos besamos, nos tocamos, nos acariciamos, por supuesto —precisó su esposa. Había reanudado la caminata circular y los oídos de don Rigoberto percibían el chaschás del armiño a cada paso. ¿Estaba inflamada, recordando?—. Quiero decir, sin movernos del rincón. Un buen rato. Hasta que me cargó, y así, toda enmelada, me llevó a la cama. La visión era tan nítida, la definición de la imagen tan explícita, que don Rigoberto temió: «Puedo quedarme ciego». Como aquellos hippies que en los años psicodélicos, estimulados por las sinestesias del ácido lisérgico, desafiaban el sol de California hasta que los rayos les carbonizaban la retina y condenaban a ver la vida con el oído, el tacto y la imaginación. Ahí estaban, aceitados, chorreantes de miel y humores, helénicos en su desnudez y apostura, avanzando hacia la algarabía gatuna. Él era un lancero medieval armado para la batalla y ella una ninfa del bosque, una sabina raptada. Movía los áureos pies y protestaba «no quiero, no me gusta», pero sus brazos enlazaban amorosamente el cuello de su raptor, su lengua pugnaba por invadir su boca y con fruición le sorbía su saliva. «Espera, espera», pidió don Rigoberto. Dócilmente, doña Lucrecia se detuvo y fue como si desapareciera en esas sombras cómplices, mientras a la memoria de su marido volvía la lánguida muchacha de Balthus (Nú avec chat) que, sentada en una silla, la cabeza voluptuosamente echada atrás, una pierna estirada, otra encogida, el taloncito en el borde del asiento, alarga el brazo para acariciar a un gato tumbado en lo alto de una cómoda, que, con los ojos entrecerrados, calmosamente aguarda su placer. Hurgando, rebuscando, recordó también haber visto, sin prestarles atención, ¿en el libro del animalista holandés Midas Dekkers?, la Rosalía de Botero (1968), óleo en el que, agazapado en una cama nupcial, un pequeño felino negro se apresta a compartir sábanas y colchón con la exuberante prostituta de crespa cabellera que termina su pitillo, y alguna madera de Félix Valloton (¿Languor, circa 1896?) en que una muchacha de nalgas pizpiretas, entre almohadones floreados y un edredón geométrico, rasca el erógeno cuello de un gato enderezado. Aparte de esas inciertas aproximaciones, en el arsenal de su memoria ninguna imagen coincidía con esto. Estaba infantilmente intrigado. La excitación había refluido, sin desaparecer; asomaba en el horizonte de su cuerpo como uno de esos soles fríos del otoño europeo, la época preferida de sus viajes. —¿Y? —preguntó, volviendo a la realidad del sueño interrumpido.
El hombre había depositado a Lucrecia bajo el cono de luz y, desprendiéndose con firmeza de sus brazos que querían atajarlo, sin atender a sus ruegos, dado un paso atrás. Como don Rigoberto, la contemplaba también desde la oscuridad. El espectáculo era insólito y, pasado el desconcierto inicial, incomparablemente bello. Luego de apartarse, asustados, para hacerle sitio y observarla, agazapados, indecisos, siempre alertas —chispas verdes, amarillas, bigotillos tiesos—, olfateándola, las bestezuelas se lanzaron al asalto de esa dulce presa. Escalaban, asediaban, ocupaban el cuerpo enmelado, chillando con felicidad. Su gritería borró las protestas entrecortadas, las apagadas medias risas y exclamaciones de doña Lucrecia. Cruzados los brazos sobre la cara para proteger su boca, sus ojos y su nariz de los afanosos lamidos, estaba a su merced. Los ojos de don Rigoberto acompañaban a las irisadas criaturas ávidas, se deslizaban con ellas por sus pechos y caderas, resbalaban en sus rodillas, se adherían a los codos, ascendían por sus muslos y se regalaban también como esas lengüetas con la dulzura líquida empozada en la luna oronda que parecía su vientre. El brillo de la miel condimentada por la saliva de los gatos daba a las formas blancas una apariencia semilíquida y los menudos sobresaltos que le imprimían las carreras y rodadas de los animalitos tenían algo de la blanda movilidad de los cuerpos en el agua. Doña Lucrecia flotaba, era un bajel vivo surcando aguas invisibles. «¡Qué hermosa es!», pensó. Su cuerpo de pechos duros y caderas generosas, de nalgas y muslos bien definidos, se hallaba en ese límite que él admiraba por sobre todas las cosas en una silueta femenina: la abundancia que sugiere, esquivándola, la indeseable obesidad.
—Abre las piernas, amor mío —pidió el hombre sin cara.
—Ábrelas, ábrelas —suplicó don Rigoberto.
—Son muy chiquitos, no muerden, no te harán nada— insistió el hombre.
—¿Ya gozabas? —preguntó don Rigoberto.
—No, no —repuso doña Lucrecia, que había reanudado el hipnotizante paseo. El rumor del armiño resucitó sus sospechas: ¿estaría desnuda, bajo el abrigo? Sí, lo estaba—. Me volvían loca las cosquillas.
Pero había terminado por consentir y dos o tres felinos se precipitaron ansiosamente a lamer el dorso oculto de sus muslos, las gotitas de miel que destellaban en los sedosos, negros vellos del monte de Venus. El coro de los lamidos pareció a don Rigoberto música celestial. Retornaba Pergolesi, ahora sin fuerza, con dulzura, gimiendo despacito. El sólido cuerpo desuntado estaba quieto, en profundo reposo. Pero doña Lucrecia no dormía, pues a los oídos de don Rigoberto llegaba el discreto remoloneo que, sin que ella lo advirtiera, escapaba de sus profundidades.
—¿Se te había pasado el asco? —inquirió.
—Claro que no —repuso ella. Y, luego de una pausa, con humor—: Pero ya no me importaba tanto.
Se rió y, esta vez, con la risa abierta que reservaba para él en las noches de intimidad compartida, de fantasía sin bozal, que los hacía dichosos. Don Rigoberto la deseó con todas las bocas de su cuerpo.
—Quítate el abrigo —imploró—. Ven, ven a mis brazos, reina, diosa mía.
Pero lo distrajo el espectáculo que en ese preciso instante se había duplicado. El hombre invisible ya no lo era. En silencio, su largo cuerpo aceitoso se infiltró en la imagen. Estaba ahora allí él también. Tumbándose en la colcha rojiza, se anudaba a doña Lucrecia. La chillería de los gatitos aplastados entre los amantes, pugnando por escapar, desorbitados, fauces abiertas, lenguas colgantes, hirió los tímpanos de don Rigoberto. Aunque se tapó las orejas, siguió oyéndola. Y, pese a cerrar los ojos, vio al hombre encaramado sobre doña Lucrecia. Parecía hundirse en esas robustas caderas blancas que lo recibían con regocijo. El la besaba con la avidez que los gatitos la habían lamido y se movía sobre ella, con ella, aprisionado por sus brazos. Las manos de doña Lucrecia oprimían su espalda y sus piernas, alzadas, caían sobre las de él y los altivos pies se posaban sobre sus pantorrillas, el lugar que a don Rigoberto enardecía. Suspiró, conteniendo a duras penas la necesidad de llorar que se abatía sobre él. Alcanzó a ver que doña Lucrecia se deslizaba hacia la puerta.
—¿Volverás mañana? —preguntó, ansioso.
—Y pasado y traspasado —respondió la muda silueta que se perdía—. ¿Acaso me he ido?
Los gatitos, recuperados de la sorpresa, tornaban a la carga y daban cuenta de las últimas gotas de miel, indiferentes al batallar de la pareja.


EL SUEÑO DE PLUTO


En la soledad de su estudio, despabilado por el frío amanecer, don Rigoberto se repitió de memoria la frase de Borges con la que acababa de toparse: «En el adulterio suelen participar la ternura y la abnegación». Pocas páginas después de la cita borgiana, la carta compareció ante él, indemne a los años corrosivos:
Querida Lucrecia:
Leyendo estas líneas te llevarás la sorpresa de tu vida y, acaso, me despreciarás. Pero, no importa. Aun si hubiera una sola posibilidad de que aceptaras mi propuesta contra un millón de que la rechaces, me lanzaría a la piscina. Te resumo lo que necesitaría horas de conversación, acompañada de inflexiones de voz y gesticulaciones persuasivas.
Desde que (por las calabazas que me diste) partí del Perú, he trabajado en Estados Unidos, con bastante éxito. En diez años he llegado a gerente y socio minoritario de esta fábrica de conductores eléctricos, bien implantada en el Estado de Massachusetts. Como ingeniero y empresario he conseguido abrirme camino en esta mi segunda patria, pues desde hace cuatro años soy ciudadano estadounidense.
Para que lo sepas, acabo de renunciar a esta gerencia y estoy vendiendo mis acciones en la fábrica, por lo que espero obtener un beneficio de seiscientos mil dólares, con suerte algo más. Lo hago porque me han ofrecido la rectoría del TIM (Technological Institute of Mississippi), el college donde estudié y con el que he mantenido siempre contacto. La tercera parte del estudiantado es ahora hispanic (latinoamericana). Mi salario será la mitad de lo que gano aquí. No me importa. Me ilusiona dedicarme a la formación de estos jóvenes de las dos Américas que construirán el siglo XXI Siempre soñé con entregar mi vida a la Universidad y es lo que hubiera hecho de quedarme en el Perú, es decir, si te hubieras casado conmigo.
«¿A qué viene todo esto?», te estarás preguntando, «¿Por qué resucita Modesto, después de diez años, para contarme semejante historia?». Llego, queridísima Lucrecia.
He decidido, entre mi partida de Boston y mi llegada a Oxford, Mississippi, gastarme en una semana de vacaciones cien mil de los seiscientos mil dólares ahorrados. Vacaciones, dicho sea de paso, nunca he tomado y no tomaré tampoco en el futuro, porque, como recordarás, lo que me ha gustado siempre es trabajar. Mi job sigue siendo mi mejor diversión. Pero, si mis planes salen como confío, esta semana será algo fuera de lo común. No la convencional vacación de crucero en el Caribe o playas con palmeras y tablistas en Hawai. Algo muy personal e irrepetible: la materialización de un antiguo sueño. Allí entras tú en la historia, por la puerta grande. Ya sé que estás casada con un honorable caballero limeño, viudo y gerente de una compañía de seguros. Yo lo estoy también, con una gringuita de Boston, médica de profesión, y soy feliz, en la modesta medida en que el matrimonio permite serlo. No te propongo que te divorcies y cambies de vida, nada de eso. Sólo, que compartas conmigo esta semana ideal, acariciada en mi mente a lo largo de muchos años y que las circunstancias me permiten hacer realidad. No te arrepentirás de vivir conmigo estos siete días de ilusión y los recordarás el resto de tu vida con nostalgia. Te lo prometo.
Nos encontraremos el sábado 17 en el aeropuerto Kennedy, de New York, tú procedente de Lima en el vuelo de Lufthansa, y yo de Boston. Una limousine nos llevará a la suite del Plaza Hotel, ya reservada, con, incluso, indicación de las flores que deben perfumarla. Tendrás tiempo para descansar, ir a la peluquería, tomar un sauna o hacer compras en la Quinta Avenida, literalmente a tus pies. Esa noche tenemos localidades en el Metropolitan para ver la Tosca de Puccini, con Luciano Pavarotti de Mario Cavaradossi y la Orquesta Sinfónica del Metropolitan dirigida por el maestro Edouardo Muller. Cenaremos en Le Cirque, donde, con suerte, podrás codearte con Mick Jagger, Henry Kissinger o Sharon Stone. Terminaremos la velada en el bullicio de Regine's.
El Concorde a París sale el domingo a mediodía, no habrá necesidad de madrugar. Como el vuelo dura apenas tres horas y media —inadvertidas, por lo visto, gracias a las exquisiteces del almuerzo recetado por Paul Bocusse— llegaremos a la Ciudad Luz de día. Apenas instalados en el Ritz (vista a la Place Vendôme garantizada) habrá tiempo para un paseo por los puentes del Sena, aprovechando las tibias noches de principios de otoño, las mejores según los entendidos, siempre que no llueva. (He fracasado en mis esfuerzos por averiguar las perspectivas de precipitación fluvial parisina ese domingo y ese lunes, pues, la NASA, vale decir la ciencia meteorológica, sólo prevé los caprichos del cielo con cuatro días de anticipación.) No he estado nunca en París y espero que tú tampoco, de modo que, en esa caminata vespertina desde el Ritz hasta Saint-Germain, descubramos juntos lo que, por lo visto, es un itinerario atónito. En la orilla izquierda (el Miraflores parisino, para entendernos) nos aguarda, en la abadía de Saint-Germain des Prés, el inconcluso Réquiem de Mozart y una cena Chez Lipp, brasserie alsaciana donde es obligatoria la choucroute (no sé lo que es, pero, si no tiene ajo, me gustará). He supuesto que, terminada la cena, querrás descansar para emprender, fresquita, la intensa jornada del lunes, de modo que esa noche no atollan el programa discoteca, bar, boîte ni antro del amanecer.
A la mañana siguiente pasaremos por el Louvre a presentar nuestros respetos a la Gioconda, almorzaremos ligero en La Closerie de Lilas o La Coupole (reverenciados restaurantes snobs de Montparnasse), en la tarde nos daremos un baño de vanguardia en el Centre Pompidou y echaremos una ojeada al Marais, famoso por sus palacios del siglo XVIII y sus maricas contemporáneos. Tomaremos té en La marquise de Sévigné, de La Madelaine, antes de ir a reparar fuerzas con una ducha en el Hotel. El programa de la noche es francamente frívolo: aperitivo en el Bar del Ritz, cena en el decorado modernista de Maxim's y fin de fiesta en la catedral del striptease: el Crazy Horse Saloon, que estrena su nueva revista «¡Qué calor!». (Las entradas están adquiridas, las mesas reservadas y maitres y porteros sobornados para asegurar los mejores sitios, mesas y atención.)
Una limousine, menos espectacular pero más refinada que la de New York, con chofer y guía, nos llevará la mañana del manes a Versalles, a conocer el palacio y los jardines del Rey Sol. Comeremos algo típico (bistec con papas fritas, me temo) en un bistrot del camino, y, antes de la Ópera (Ótelo, de Verdi, con Plácido Domingo, por supuesto) tendrás tiempo para compras en el Faubourg Saint-Honoré, vecino del Hotel. Haremos un simulacro de cena, por razones meramente visuales y sociológicas, en el mismo Ritz, donde —expertos dixit— la suntuosidad del marco y la finura del servicio compensan lo inimaginativo del menú. La verdadera cena la tendremos después de la ópera, en La Tour d'Argent, desde cuyas ventanas nos despediremos de las torres de Notre Dame y de las luces de los puentes reflejadas en las discursivas aguas del Sena.
El Orient Express a Venecia sale el miércoles al mediodía, de la gare Saint Lazare. Viajando y descansando pasaremos ese día y la noche siguiente, pero, según quienes han protagonizado dicha aventura ferrocarrilera, recorrer en esos camarotes belle époque la geografía de Francia, Alemania, Austria, Suiza e Italia, es relajante y propedéutico, excita sin fatigar, entusiasma sin enloquecer y divierte hasta por razones de arqueología, debido al gusto con que ha sido resucitada la elegancia de los camarotes, aseos, bares y comedores de ese mítico tren, escenario de tantas novelas y películas de la entreguerra. Llevaré conmigo la novela de Agatha Christie, Muerte en el Orient Express, en versión inglesa y española, por si se te antoja echarle una ojeada en los escenarios de la acción. Según el prospecto, para la cena aux chandelles de esa noche, la etiqueta y los largos escotes son de rigor.
La suite del Hotel Cipriani, en la isla de la Giudecca, tiene vista sobre el Gran Canal, la Plaza de San Marco y las bizantinas y embarazadas torres de su iglesia. He contratado una góndola y al que la agencia considera el guía más preparado (y el único amable) de la ciudad lacustre,para que en la mañana y tarde del jueves nos familiarice con las iglesias, plazas, conventos, puentes y museos, con un corto intervalo al mediodía para un tentempié —una pizza, por ejemplo— rodeados de palomas y turistas, en la terraza del Florian. Tomaremos el aperitivo —una pócima inevitable llamada Bellini— en el Hotel Danielli y cenaremos en el Harry's Bar, inmortalizado por una pésima novela de Hemingway. El viernes continuaremos la maratón con una visita a la playa del Lido y una excursión a Murano, donde todavía se modela el vidrio a soplidos humanos (técnica que rescata la tradición y robustece los pulmones de los nativos). Habrá tiempo para souvenirs y echar una mirada furtiva a una villa de Palladio. En la noche, concierto en la islita de San Giorgio —I Musici Veneti— con piezas dedicadas a barrocos venecianos, claro: Vivaldi, Cimarosa y Albinoni. La cena será en la terraza del Danielli, divisando, noche sin nubes mediante, como «manto de luciérnagas» (resumo guías) los faroles de Venecia. Nos despediremos de la ciudad y del Viejo Continente, querida Lucre, siempre que el cuerpo lo permita, rodeados de modernidad, en la discoteca II gatto nero, que imanta a viejos, maduros y jóvenes adictos al jazz (yo no le he sido nunca y tú tampoco, pero uno de los requisitos de esta semana ideal es hacer lo nunca hecho, sometidos a las servidumbres de la mundanidad).
A la mañana siguiente —séptimo día, la palabra fin ya en el horizonte— habrá que madrugar. El avión a París sale a las diez, para alcanzar el Concorde a New York. Sobre el Atlántico, cotejaremos las imágenes y sensaciones almacenadas en la memoria a fin de elegir las más dignas de durar.
Nos despediremos en el Kennedy Airport (tu vuelo a Lima y el mío a Boston son casi simultáneos) para, sin duda, no vernos más. Dudo que nuestros destinos vuelvan a cruzarse. Yo no regresaré al Perú y no creo que tú recales jamás en el perdido rincón del Deep South, que, a partir de octubre podrá jactarse de tener el único Rector hispanic de este país (los dos mil quinientos restantes son gringos, africanos o asiáticos).
¿Vendrás? Tu pasaje te espera en las oficinas limeñas de Lufthansa. No necesitas contestarme. Yo estaré de todos modos el sábado 17 en el lugar de la cita. Tu presencia o ausencia será la respuesta. Si no vienes, cumpliré con el programa, solo, fantaseando que estás conmigo, haciendo real ese capricho con el que me he consolado estos años, pensando en una mujer que, pese a las calabazas que cambiaron mi existencia, seguirá siendo siempre el corazón de mi memoria.
¿Necesito precisarte que ésta es una invitación a que me honres con tu compañía y que ella no implica otra obligación que acompañarme? De ningún modo te pido que, en esos días del viaje —no sé de qué eufemismo valerme para decirlo— compartas mi lecho. Queridísima Lucrecia: sólo aspiro a que compartas mi sueño. Las suites reservadas en New York, París y Venecia tienen cuartos separados con llaves y cerrojos, a los que, si lo exigen tus escrúpulos, puedo añadir puñales, hachas, revólveres y hasta guardaespaldas. Pero, sabes que nada de eso hará falta, y que, en esa semana, el buen Modesto, el manso Pluto como me apodaban en el barrio, será tan respetuoso contigo como hace años, en Lima, cuando trataba de convencerte de que te casaras conmigo y apenas si me atrevía a tocarte la mano en la oscuridad de los cinemas.
Hasta el aeropuerto de Kennedy o hasta nunca, Lucre,
Modesto (Pluto)


Don Rigoberto se sintió atacado por la fiebre y el temblor de las tercianas. ¿Qué respondería Lucrecia? ¿Rechazaría indignada la carta de ese resucitado? ¿Sucumbiría a la frivola tentación? En la lechosa madrugada, le pareció que sus cuadernos esperaban el desenlace con la misma impaciencia que su atormentado espíritu.











EL PARAISO EN LA OTRA ESQUINA

MARIO VARGAS LLOSA
VI. Annah, la Javanesa París, octubre de 1893

Cuando aquella mañana del otoño de 1893 tocaron la puerta de su estudio parisino del número 6, rue Vercingétorix, Paul se quedó boquiabierto: la niña—mujer que tenía al frente, muy menudita, de color oscuro, embutida en una túnica parecida al hábito de las hermanas de la Caridad, llevaba una monita en el brazo, una flor en los cabellos, y, en el cuello, este cartel: «Soy Annah, la J avanesa. Un presente para Paul, de su amigo Ambroise Vollard».
N ada más veda, sin recuperarse todavía del desconcierto ante semejante regalo del joven galerista, Paul sintió ganas de pintar. Era la primera vez que le ocurría desde su regreso a Francia, el 30 de agosto, luego de aquel malhadado viaje de tres meses, procedente de Tahití. Todo había salido mal. Bajó del barco en Marsella con sólo cuatro francos en el bolsillo y llegó medio muerto de hambre y desazón a un París de fuego, desertado por sus amigos. La ciudad, en los dos años pasados en la Polinesia, se había vuelto extraña y hostil. La exposición de sus cuarenta y dos «pinturas tahitianas» en la galería de Paul Durand Ruel, fue un fracaso. Sólo vendió once, lo que no compensaba lo que tuvo que gastar, endeudándose una vez más, en marcos, carteles y publicidad. Aunque hubo algunas críticas favorables, desde esos días sintió que el medio artístico parisino le hacía el vacío o lo trataba con desdeñosa condescendencia.
Nada te había deprimido tanto, en la exposición, como la manera cruda con que tu viejo maestro y amigo, Camille Pissarro, liquidó sumariamente tus teorías y los cuadros de Tahití: «Este arte no es el suyo, Paul. Vuelva a lo que era. Usted es un civilizado y su deber es pintar cosas armoniosas, no imitar el arte bárbaro de los caníbales. Hágame caso. Desande el mal camino, deje de saquear a los salvajes de Oceanía y vuelva a ser usted». No le discutiste. Te limitaste a despedirte de él con una venia. Ni siquiera el gesto afectuoso de Degas, que te compró dos cuadros, te levantó el ánimo. Las severas opiniones de Pissarro eran compartidas por muchos artistas, críticos y coleccionistas: lo que habías pintado allá, en los Mares del Sur, era un remedo de las supersticiones e idolatrías de unos seres primitivos, a años luz de la civilización. ¿Eso debía ser el arte? ¿Un retorno a los palotes, bultos y magias de las cavernas? Pero, no sólo era un rechazo a los nuevos temas y técnicas de tu pintura, adquiridos con tanto sacrificio en los dos últimos años en Tahití. Era también un rechazo sordo, turbio, retorcido, a tu persona. ¿Y, por qué? Por el Holandés Loco, nada menos. Desde la tragedia de Arles, su estancia en el manicomio de Saint— Rémy y su suicidio, y, sobre todo, desde la muerte, también por mano propia, de su hermano Theo van Gogh, la pintura de Vincent (que, cuando estaba vivo, a nadie interesaba) había comenzado a dar que hablar, a venderse, a subir de precio. Nacía una morbosa moda Van Gogh, y, con ella, retroactivamente, todo el medio artístico comenzaba a reprocharte haber sido incapaz de comprender y ayudar al holandés. ¡Canallas! Algunos añadían que, acaso, por tu proverbial falta de tacto, hasta podías haber desencadenado la mutilación de Arles. No necesitabas oídos para saber que murmuraban estas y peores cosas a tus espaldas, señalándote, en las galerías, en los cafés, en los salones, en las fiestas, en las reuniones sociales, en los talleres de los artistas. Las infamias se filtraban en las revistas y en los diarios, de la manera oblicua con que la prensa parisina solía comentar la actualidad. Ni siquiera la muerte providencial de tu tío paterno Zizi, un solterón octogenario, en Orléans, que te dejó unos miles de francos que vinieron a sacarte por un tiempo de la miseria y las deudas, te devolvió el entusiasmo. ¿Hasta cuándo ibas a seguir en este estado, Paul?
Hasta aquella mañana en que Annah la Javanesa, con aquel pintoresco cartel en el cuello y Taoa, su monita saltarina de ojos sarcásticos a la que llevaba sujeta con un lazo de cuero, entró, contoneándose como una palmera, a compartir con él ese enclave luminoso y exótico en que Paul convirtió el estudio alquilado en este rincón de Montparnasse, en el segundo piso de un viejo inmueble. Ambroise Vollard se la enviaba para que fuera su sirvienta. Eso había sido Annah hasta ahora en casa de una cantante de ópera. Pero esa misma noche Paul hizo de ella su amante. Y, después, su compañera de juegos, fantasías y disfuerzos. Y, finalmente, su modelo. ¿De dónde venía? Imposible saberlo. Cuando Paul se lo preguntó, Annah le contó una historia trufada de tantas contradicciones geográficas, que, sin duda, se trataba de una fabulación. Tal vez la pobre ni siquiera lo sabía, y se estaba inventando un pasado mientras hablaba, delatando su prodigiosa ignorancia de los países y demarcaciones del planeta. ¿Cuántos años tenía? Ella le dijo que diecisiete, pero él le calculó menos, acaso sólo trece o catorce, como Teha'amana, esa edad, para ti tan excitante, en que las muchachas precoces de los países salvajes entraban en la vida adulta. Tenía los pechos desarrollados y los muslos firmes, y ya no era virgen. Pero no fue su cuerpecito menudo y bien formado —una enanita, un dije, al 'lado del fortachón de cuarenta y siete años que era Paullo que lo sedujo de inmediato en esa compañera que le deparó el ingrato París.
Era su cara ceniza oscura de mestiza, sus facciones finas y marcadas —la naricita respingona, los gruesos labios heredados de sus ancestros negros— y la viveza e insolencia de sus ojos, en los que había desasosiego, curiosidad, burla de todo lo que veía. Hablaba un francés de extranjera, de exquisitas incorrecciones, con vocablos e imágenes de una vulgaridad que a Paulle recordaban los burdeles de los puertos, en su mocedad marinera. Pese a no tener donde caerse muerta, ni saber leer ni escribir, ni poseer más cosas que su monita Taoa y la ropa que llevaba puesta, hacía alarde de una arrogancia de reina, en su desenfado, en sus poses y los sarcasmos que se permitía con todo y todos, como si nada le mereciera respeto, ni las formas convencionales rigieran para ella. Cuando algo o alguien le disgustaba, le sacaba la lengua y le hacía una morisqueta que Taoa imitaba, chillando.
En la cama, era difícil saber si la Javanesa gozaba o fingía. En todo caso, te hacía gozar a ti, y, a la vez, te divertía. Annah te devolvió lo que, desde el regreso a Francia, temías haber perdido: el deseo de pintar, el humor y las ganas de vivir.
Al día siguiente de aparecer Annah por su estudio, Paulla llevó a una tienda del boulevard de l'Opéra y le compró ropa, que le ayudó a escoger. Y, además de botines, media docena de sombreros, por los que Annah tenía pasión. Los llevaba puestos incluso dentro de casa, y era lo primero que se echaba encima, al despertar. A Paul lo estremecían las carcajadas cuando veía a la muchacha desnuda y con un rígido canotier en la cabeza, danzando en dirección a la cocina o el cuarto de baño.
Gracias a la alegría e inventiva de la Javanesa, el estudio de la rue Vercingétorix se convirtió, los jueves en la tarde, en un lugar de reunión y festejo. Paul tocaba el acordeón, se vestía a veces con un pareo tahitiano y se llenaba el cuerpo de fingidos tatuajes. A las soirées venían los amigos fieles de antaño, con sus esposas o amantes —Daniel de Monfreid y Annette, Charles Morice con una arriesgada condesa que compartía su miseria, los Schuffenecker, el escultor español Paco Durrio que cantaba y tocaba la guitarra, y una pareja de vecinos, dos suecos expatriados, los Molard, Ida, escultora, y William, compositor, quienes llevaban a veces a un compatriota dramaturgo e inventor medio loco llamado August Strindberg—. Los Molard tenían una hija adolescente, Judith, chiquilla inquieta y romántica, fascinada por el estudio del pintor. Paullo había empapelado de papel amarillo, las ventanas de tonalidades ambarinas, y lo alborotó con sus esculturas y cuadros tahitianos. De las paredes parecían salir llamas vegetales, cielos azulísimos, mares y lagunas esmeralda y sensuales cuerpos al natural. Antes de que apareciera Annah, Paul mantenía a cierta distancia a la hija de sus vecinos suecos, divertido con el embelesamiento que la chiquilla le mostraba, sin tocada. Pero, desde la llegada de la Javanesa, especie exótica que excitaba sus sentidos y fantasías, comenzó también a juguetear con Judith, cuando sus padres no andaban cerca. La cogía de la cintura, le rozaba los labios y apretaba sus nacientes pechitos, susurrándole: «Todo esto será mío, ¿cierto, señorita?». Aterrada y feliz, la chiquilla asentía: «Sí, sí, de usted».
Así se le metió en la cabeza pintar desnuda a la hija de los Molard. Se lo propuso y Judith, blanca como la cera, no supo qué decir. ¿Desnuda, totalmente desnuda? Claro que sí. ¿No era frecuente que los artistas pintaran y esculpieran desnudas a sus modelos? Nadie lo sabría, porque Paul, luego de pintada, ocultaría el cuadro Hasta que Judith creciera. Sólo lo exhibiría cuando ella fuera una mujer hecha y derecha. ¿Aceptaba? La chiquilla terminó por acceder. Sólo tuvieron tres sesiones y la aventura por \poco termina en drama. Judith subía al estudio cuando Ida, su madre, que alentaba una pasión benefactora por los animales, salía en expedición, acompañada de Annah, por las calles de Montparnasse en pos de perros y gatos abandonados, enfermos o heridos, a los que traía a su casa, cuidaba y curaba, y les buscaba padres adoptivos. La chiquilla, desnuda sobre unas mantas polinesias multicolores, no alzaba los ojos del suelo; se encogía y sumía en sí misma, tratando de hacerse lo menos visible a los ojos que escudriñaban sus secretos.
A la tercera sesión, cuando Paul había esbozado su silueta filiforme y su carita oval de grandes ojos asustados, Ida Molard irrumpió en el estudio con aspavientos de trágica griega. Te costó trabajo calmarla, convencerla de que tu interés por la niña era estético (¿lo era, Paul?), que la habías respetado, que tu empeño en pintarla desnuda carecía de malicia. Ida sólo se calmó cuando le juraste que desistías del proyecto. Delante de Ida embadurnaste con trementina la tela inconclusa y la raspaste con una espátula, sepultando la imagen de Judith. Entonces, Ida hizo las paces y tomaron té. Enfurruñada y asustada, la niña los escuchaba charlar, calladita, sin inmiscuirse en sus diálogos.
Cuando, tiempo después, Paul decidió hacer un desnudo de Annah, tuvo una iluminación: sobrepondría la imagen de su amante a la inconclusa Judith de la tela interrumpida. Así lo hizo. Fue un cuadro que le tomó mucho trabajo, por la incorregible Javanesa. La más inquieta e incontrolable modelo que tendrías nunca, Paul. Se movía, alteraba la pose, o, para combatir el aburrimiento, se ponía a hacer morisquetas a fin de provocarte la risa —el juego favorito, con el espiritismo, de las veladas de los jueves—, o, simplemente, de buenas a primeras, harta de posar, se ponía de pie, se echaba encima cualquier ropa y largaba a la calle, como hubiera hecho Teha'amana. Qué remedio, guardar los pinceles y postergar el trabajo hasta el día siguiente.
Pintar este cuadro fue tu respuesta a esas críticas y comentarios ofensivos que, desde la exposición en Durand—Ruel, oías y leías por doquier sobre tus pinturas tahitianas. Ésta no era una tela pintada por un civilizado, sino por un salvaje. Por un lobo de dos patas y sin collar, sólo de paso en la prisión de cemento, asfalto y prejuicios que era París, antes de retornar a tu verdadera patria, en los Mares del Sur. Los refinados artistas parisinos, sus relamidos críticos, sus educados coleccionistas, se sentirían agraviados en su sensibilidad, su moral, sus gustos, con este desnudo frontal de una muchacha, que, además de no ser francesa, europea ni blanca, tenía la insolencia de lucir sus tetas, su ombligo, su monte de Venus y el mechón de vellos de su pubis, como desafiando a los seres humanos a venir a cotejarse con ella, a ver si alguien podía enfrentarle una fuerza vital, una exuberancia y sensualidad comparables. Annah no se proponía ser lo que era, ni siquiera se daba cuenta del poder incandescente que le venía de su origen, de su sangre, de los indomesticados bosques donde había nacido. Igual que una pantera y un caníbal. ¡Qué superioridad sobre las escleróticas parisinas, muchacha!
No sólo el cuerpo que iba apareciendo en la tela —la cabeza más oscura que el ocre enardecido, con reflejos dorados, de su torso y sus muslos y los grandes pies de uñas como garras de fiera— era una provocación; también su entorno, lo menos armonioso que cabía imaginar, con ese sillón chino de terciopelo azul en el que habías sentado a Annah en una postura sacrílega y obscena. En los brazos de madera del sillón, los dos ídolos tahitianos de tu invención insurgían, a ambos flancos de la Javanesa, como una abjuración del Occidente y su remilgada religión cristiana, en nombre del pujante paganismo. Y, también, la insólita presencia, en el cojincillo verde donde reposaban los pies de Annah, de esas florecillas luminosas que merodeaban siempre por tus telas, desde que descubriste los grabados japoneses, cuando empezabas a pintar. Estudiando el simbolismo y la sutileza de esas imágenes tuviste, por primera vez, la adivinación de lo que, ahora, por fin, veías muy claro: que el arte europeo estaba enclenque, afectado también de la tuberculosis pulmonar que mataba a tantos artistas, y que sólo un baño revivificador, venido de esas culturas primitivas no aplastadas aún por Europa, donde el Paraíso era todavía terrenal, lo sacaría de la decadencia. La presencia en la tela de Taoa, la manita colorada, a los pies de Annah, en una actitud entre pensativa y negligente, reforzaba el inconformismo y la soterrada sexualidad que bañaba todo el cuadro. Hasta esas manzanas aéreas que sobrevolaban la cabeza de la J avanesa, en la rosada pared del fondo, violentaban la simetría, las convenciones y la lógica a las que rendían un culto beato los artistas parisinos. ¡Bravo, Paul!
El trabajo, lentísimo por la vocación peripatética de Annah, resultó estimulante. Era bueno volver a pintar con convicción, sabiendo que no sólo pintabas con tus manos, también con los recuerdos de los paisajes y gentes de Tahití —sentías una irreprimible nostalgia de ellos, Paul—, con sus fantasmas, y, como le gustaba decir al Holandés Loco, con tu falo, el que, a veces, en plena sesión de trabajo, se enardecía con la visión de la chiquilla desnuda, y te empujaba a tornada en brazos y llevarla a la cama. Pintar, luego de hacer el amor, con ese olor seminal en el ambiente, te rejuvenecía.
Desde que volvió de Tahití había escrito a la Vikinga que, apenas vendiera algunos cuadros y tuviera para el pasaje, iría a Copenhague a vedas a ella y a los chicos.
Mette le contestó una carta sorprendida y dolida de que, apenas pisó Europa, no hubiera volado a ver a su familia. La inercia lo ganaba cada vez que le venía a la mente la imagen de su mujer e hijos. ¿Otra vez eso, Paul? ¿Ser de nuevo un padre de familia, tú? Los trámites judiciales para cobrar la pequeña herencia del tío Zizi, la aparición de Annah en su vida y los deseos de volver a pintar que ella le despertó, fueron postergando el reencuentro familiar. Al llegar la primavera decidió, de manera intempestiva, llevarse a Annah a Bretaña, al antiguo refugio de Pont Aven, donde pasó tantas temporadas y comenzó a ser un artista. No era sólo un retorno a las fuentes. Quería recuperar los cuadros pintados allí en 1888 y 1890, que dejó a Marie— Henry, en Le Pouldu, en prenda de la pensión que, debido a su insolvencia crónica, había pagado tarde, mal o nunca. Ahora, gracias a los francos del tío Zizi podría cancelar aquella deuda. Recordabas esas telas con aprensión, pues eras ahora un pintor más cuajado que aquel ingenuo que fue a Pont-Aven creyendo que en la Bretaña profunda, misteriosa, creyente y tradicional, encontrarías las raíces del mundo primitivo que la civilización parisina resecó.
Su llegada a Pont-Aven causó verdadera conmoción. No tanto por él como por Annah, y por las piruetas y chillidos de Taoa, que había aprendido a saltar de la cabeza de su ama a los hombros de Paul y viceversa, manoteando. Nada más llegar, supo que, en Egipto, había muerto Charles Laval, el amigo con quien compartió la aventura de Panamá y la Martinica, y que su esposa, la bella Madeleine Bernard, se hallaba muy enferma. Esa noticia lo deprimió tanto como recordar a sus viejos amigos artistas con los que había vivido años atrás las ilusiones de Bretaña: Meyer de Haan, recluido en Holanda y entregado al misticismo; Émile Bernard, también retirado del mundo, volcado en la religión y ahora hablando y escribiendo contra ti, y el buen Schuff, allá en París, dedicando sus días, en vez de pintar, a peleas domésticas con su mujer.
Pero, en Pont-Aven encontró otros amigos, pintores jóvenes que lo conocían y admiraban, por sus cuadros y por su leyenda de explorador de lo exótico, que abandonó París para buscar inspiración en los lejanos mares de la Polinesia: el irlandés Roderic O'Conor, Armand Seguin y Émile Jourdan, quienes, al igual que sus amantes o esposas, lo recibieron con los brazos abiertos. Se disputaban por halagarlo, y se mostraron tan obsequiosos con Annah como con él. En cambio, Marie—Henry, Marie la Muñeca, la del albergue de Le Pouldu, pese a haberlo saludado de manera afectuosa, fue terminante: los cuadros no eran prestados ni empeñados. Eran el pago por el cuarto y la pensión. No se los devolvería. Porque, aunque, según decían, ahora no valían gran cosa, en el futuro tal vez sí. No hubo nada que hacer.
La cordial acogida que Paul y Annah recibieron de los vecinos de Pont-Aven, sin embargo, mudó con el paso de los días en una actitud distante, y, luego, de sorda hostilidad. La razón eran las chiquillerías, escándalos y bromas, a veces de subido mal gusto, con que O'Conor, Seguin, Jourdan y otros jóvenes artistas instalados en PontAven, se divertían, azuzados por Annah, feliz con los excesos de esos bohemios. Se emborrachaban y salían a la calle a hacer pasar malos ratos a las señoras del vecindario; improvisaban mojigangas en las que la Javanesa era la heroína. Las expresiones y poses descaradas de Annah y su risa torrencial, dejaban estupefactos a los vecinos, que, en las noches, desde las ventanas de sus casas les afeaban su conducta, mandándolos callar. Paul participaba de lejos, como espectador pasivo, en estas farsas. Pero su presencia era un silencioso aval a las locuras de sus discípulos, y las gentes de Pont-Aven lo hacían a él, por su edad y autoridad, el responsable.
El escándalo más comentado fue el de los pollos, concebido por la incorregible Javanesa. Ella convenció a los jóvenes discípulos de Paul —así se proclamaban ellos mismos— que se metieran a escondidas en el gallinero del tío Gannaec, el mejor provisto de la localidad, y, cambiándoles el agua por sidra, emborracharan a los pollitos. Luego, les rociaron botes de pintura, abrieron el gallinero y los ahuyentaron hacia la plaza, donde, en plena retreta del domingo, irrumpió aquella alucinante procesión de aves zigzagueantes y ruidosas, multicolores, que piaban con estruendo y daban vueltas sobre sí mismas o rodaban, desbrujuladas. La indignación del pueblo fue estentórea. El alcalde y el párroco dieron sus quejas a Gauguin y lo exhortaron a poner freno a esos alocados. «Cualquier día, esto terminará mal», sentenció el párroco.
En efecto, terminó muy mal. Semanas después del episodio de los pollos ebrios y pintarrajeados, el soleado 25 de mayo de 1894, todo el grupo —O'Conor, Seguin, Jourdan y Paul, más sus respectivas amantes o esposas, y Taoa—, aprovechando el excelente tiempo decidió hacer un paseo a Concarneau, antiguo puerto pesquero, a doce kilómetros de Pont-Aven, que conservaba las viejas murallas y las casas de piedra del barrio medieval. Desde que entraron al paseo marítimo, contiguo al puerto, Paul tuvo el presentimiento de que algo desagradable iba a ocurrir. Las tabernas estaban repletas de pescadores y marineros que, en las terrazas, bajo el espléndido sol, bajaban sus jarras de sidra y cerveza para ver pasar, con los ojos aletados, a ese grupo estrafalario de hombres con los cabellos larguísimas, de atuendos estridentes, y señoras llamativas, entre las cuales, contoneándose como una artista de circo, una negra tiraba de una cuerda a un mono chillón y les mostraba los dientes. Escucharon exclamaciones de sorpresa, de disgusto, advirtieron gestos amenazadores: «¡Fuera, payasos!». A diferencia de las de Pont-Aven, las gentes de Concarneau no estaban acostumbradas a los artistas. Y menos a que una negra diminuta les hiciera morisquetas.
A la mitad del paseo marítimo una nube de chiquillos los rodeó. Los miraban con curiosidad, algunos sonreían, otros les decían en su crujiente bretón cosas que no parecían muy cordiales. De pronto, empezaron a tirarles piedrecitas, guijarros, que llevaban en los bolsillos. Apuntaban sobre todo a Annah y a la manita, que, asustada, se estrechaba contra las faldas de su ama. Paul vio que Armand Seguin se apartaba del grupo, corría, alcanzaba a uno de los chicos que los apedreaban y lo sacudía de una oreja.
Entonces todo se precipitó de una manera que Paul recordaría después como vertiginosa. Varios pescadores de la taberna más cercana se pusieron de pie y vinieron hacia ellos a la carrera. En pocos segundos, Armand Seguin volaba por los aires, sacudido a empellones por un hombrón con zuecos y gorra marinera que rugía: «A mi hijo sólo le pego yo». Cayendo y trastabillando, Armand retrocedió, retrocedió, y terminó rodando al espumoso mar que golpeaba el parapeto. Reaccionando con ímpetu juvenil, Paul descargó su puño contra el agresor, al que vio desmoronarse, rugiendo, con las dos manos en la cara. Fue lo último que vio, pues, segundos después, caía sobre él un remolino de hombres en zuecos que lo golpeaban y pateaban desde todas las direcciones y en todo su cuerpo. Se defendió como pudo, pero resbaló y tuvo la seguridad de que su tobillo derecho, triturado y cercenado, se partía en cuatro. El dolor le hizo perder el sentido. Cuando abrió los ojos, resonaban en sus oídos alaridos de mujeres. Arrodillado a sus pies, un enfermero le señalaba en su pierna desnuda —le habían cortado el pantalón para examinarlo— un hueso saliente y astillado, que asomaba entre carne sanguinolenta. «Le han roto la tibia, señor. Tendrá que guardar mucho reposo.»
Mareado, dolorido, con vómitos, recordaba como un mal sueño el regreso a Pont-Aven en un coche de caballos que en cada hueco o barquinazo lo hacía aullar. Para adormecerlo, le alcanzaban traguitos de un aguardiente amargo, que le raspaba la garganta.
Guardó cama dos meses, en un cuartito de techo bajísimo y ventanas pigmeas de la pensión Gloanec, convertida en enfermería. El médico lo descorazonó: con la tibia rota era impensable que regresara a París, o, incluso, intentara ponerse de pie. Sólo el reposo absoluto permitiría que el hueso volviera a su sitio y soldara; de todos modos, quedaría cojo y en adelante debería usar bastón. De esas ocho semanas inmovilizado en una cama, recordarías el resto de tu vida los dolores, Paul. Mejor dicho, un solo dolor, ciego, intenso, animal, que te empapaba de sudor o te hacía tiritar, sollozar y blasfemar enloquecido, sintiendo que perdías la razón. Calmantes y analgésicos no servían de nada. Sólo el alcohol, que bebías en esos meses casi sin parar, te atontaba y sumía en breves intervalos de calma. Pero, pronto, ni siquiera el alcohol apaciguaba ese tormento que te hacía implorar al médico —venía una vez por semana—: «¡Córteme la pierna, doctor!». Cualquier cosa, con tal de poner fin al suplicio infernal. El médico se decidió a prescribirte el láudano. El opio te adormecía; en el atontamiento vago, en esos lentos remolinos de paz, te olvidabas de tu tobillo y de Pont-Aven, del incidente de Concarneau y de todo. Sólo quedaba en la mente un pensamiento fijo: «Es un aviso. Parte cuanto antes. Vuelve a la Polinesia y no regreses a Europa nunca más, Koke».
Luego de un tiempo incalculable, después de una noche en la que, por fin, durmió sin pesadillas, una mañana se despertó, lúcido. El irlandés O'Conor montaba guardia junto a su cama. ¿Qué era de Annah? Tenía la impresión de no haberla visto hacía muchos días.
—Se fue a París —le dijo el irlandés—. Estaba muy triste. No podía seguir aquí, desde que los vecinos envenenaron a Taoa.
Eso era, al menos, lo que la Javanesa suponía. Que los vecinos de Pont-Aven, que odiaban a Taoa tanto como a ella, le habían preparado a la manita ese menjunje con plátanos que le produjo una indigestión que la mató. En vez de enterrarla, Annah evisceró al animalito con sus propias manos, entre sollozos, y se llevó los restos consigo, a París. Paul recordó a Titi Pechitos cuando, harta del aburrimiento de Mataiea, lo dejó para regresar a las noches agitadas de Papeete. ¿Volverías a ver a la traviesa Javanesa? Seguro que no.
Cuando pudo levantarse —en efecto, cojeaba, y le era indispensable el bastón—, antes de regresar a París, tuvo que asistir a unas diligencias policiales sobre la pelea de Concarneau. No se hacía ilusiones con los jueces, coterráneos de los agresores y probablemente tan hostiles como ellos a los bohemios perturbadores de su tranquilidad. Los jueces, por supuesto, absolvieron a todos los pescadores, con una sentencia que era una burla al sentido común, y le dieron como reparación una suma simbólica, que no cubría ni la décima parte de los gastos de su cura. Partir, partir cuanto antes. De Bretaña, de Francia, de Europa. Este mundo se había vuelto tu enemigo. Si no te dabas prisa, acabaría contigo, Koke.
La última semana en Pont-Aven, reaprendiendo a caminar —había perdido doce kilos—, llegó a visitarlo, desde París, un joven poeta y escritor, Alfred Jarry. Lo llamaba «maestro» y lo hacía reír con sus disparates inteligentes. Había visto sus cuadros donde Durand— Ruel y en casas de coleccionistas, y le demostraba desbordante admiración. Había escrito varios poemas sobre sus cuadros, que le leyó. El muchacho lo escuchaba despotricar contra el arte francés y europeo, con beata devoción. A él y a los otros discípulos de Pont-Aven, que lo despidieron en la estación, los invitó a seguido a Oceanía. Formarían, juntos, ese Estudio de los Trópicos con el que soñaba el Holandés Loco allá en Arles. Trabajando a la intemperie, viviendo como paganos, revolucionarían el arte, inyectándole la fuerza y la audacia que había perdido. Todos juraron que sí. Lo acompañarían, partirían con él a Tahití. Pero, en el tren, rumbo a París, adivinó que no cumplirían su palabra ellos tampoco, como no la habían cumplido, antes, sus antiguos compañeros Charles Laval y Émile Bernard. A este simpático grupo de Pont-Aven tampoco volverías a vedo, Paul.
En París, todo fue de mal en peor. Parecía imposible que las cosas se agravaran aún más después de esos meses de convalecencia en Bretaña. En los medios artísticos reinaban el recelo y la incertidumbre, por la despreciable política. Desde el asesinato, por un anarquista, del presidente Sadi Carnot, el clima represivo, las delaciones y persecuciones llevaron a exiliarse a muchos de sus conocidos y amigos (o ex amigos) simpatizantes de los anarquistas, como Camille Pissarro, u opositores al gobierno, como Octave Mirbeau. Había pánico en los medios artísticos. ¿ Te traería problemas ser nieto de Flora Tristán, una revolucionaria y anarquista? La policía era tan estúpida que tal vez te tenía fichado como subversivo, por razones hereditarias.
Su ingreso al taller de la rue Vercingétorix, número 6, le deparó una soberbia sorpresa. No contenta con mandarse mudar dejándolo medio muerto allá en Bretaña, Annah, ese diablillo con faldas, había saqueado el estudio, llevándose muebles, alfombras, cortinas, los adornos y las ropas, objetos y prendas que seguramente había ya subastado en el Mercado de las Pulgas y en las covachas de los usureros de París. Pero —¡suprema humillación, Paul!— no se llevó un solo cuadro, ni un dibujo, ni un cuaderno de apuntes. Los dejó como trastos inservibles, en esa estancia ahora totalmente vacía. Luego de una explosión de cólera con maldiciones, Paul se echó a reír. No sentías la menor animadversión hacia esa magnífica salvaje. Ella sí que lo era, Paul. Una salvajita de verdad, hasta el tuétano, de cuerpo y alma. Tenías bastante que aprender todavía, para estar a su altura.
Los últimos meses en París, preparando su regreso definitivo a Polinesia, echó de menos a ese ventarrón que se hacía pasar por javanesa, y era acaso malasia, india, quién sabe qué. Para consolarse de su ausencia, allí había quedado su retrato desnuda, al que, contemplado en estado de trance por Judith, la hija de los Molard, se dedicó a retocar, hasta sentir que lo había terminado.
—¿Te ves ahí, Judith, al fondo, asomando en ese muro rosa, como una doble de Annah, en blanco y rubio?
Por más que abría mucho los ojos y escudriñaba largo rato la tela, Judith no alcanzaba a distinguir esa silueta, detrás de la de Annah, que le señalaba Paul. Pero, no mentías. Los contornos de la chiquilla, que, para calmar a Ida, su madre, habías borrado con trementina y raspado con espátula, no habían desaparecido totalmente. Asomaban, de manera brevísima, como una aparición furtiva, mágica, a ciertas horas del día, con borrosa luz, cargando el cuadro de secreta ambigüedad, de misterioso trasfondo. Pintó el título, sobre la cabeza de Annah, en torno a unas frutas ingrávidas, en tahitiano: Aita tamari vahine Judith te parari.
—¿Qué quiere decir? —preguntó la chiquilla.
—«La mujer—niña Judith, aún sin desflorar» —tradujo Paul—. Ya ves, aunque a primera vista sea un retrato de Annah, la verdadera heroína de este cuadro eres tú.
Tumbado en el viejo colchón que los Molard le prestaron para que no durmiera en el suelo, muchas veces se dijo que esta tela sería el único buen recuerdo de su venida a París, tan inútil, tan perjudicial. Había terminado con los preparativos para el retorno a Tahití, pero tuvo que aplazar el viaje porque —«bien vengas mal si vienes solo», solía decir su madre, en Lima, cuando vivían de la caridad de la familia Tristán— las piernas se le llenaron de eczemas. El escozor lo atormentaba y las manchas se convirtieron en una placa de llagas purulentas. Debió internarse, tres semanas, en el pabellón de infecciosos de La Salpetriere. Dos médicos te confirmaron lo que ya sabías, aunque nunca aceptaste esa realidad. La enfermedad impronunciable, otra vez. Hacía sus repliegues, te daba vacaciones de seis, ocho meses, pero seguía, soterrada, su trabajo mortífero, emponzoñándote la sangre. Ahora se manifestaba en tus piernas, despellejándolas, erupcionándolas de cráteres sanguinolentos. Después, subiría a tu pecho, a tus brazos, alcanzaría tus ojos y quedarías en tinieblas. Entonces tu vida habría acabado, aunque siguieras vivo, Paul. La maldita tampoco se detendría allí. Continuaría hasta penetrar en tu cerebro, privarte de lucidez y de memoria, desquiciándote, antes de volverte un desecho despreciable, al que la gente escupe, del que todos se apartan. Te volverías un perro sarnoso, Paul. Para combatir la depresión, bebía, a escondidas, el alcohol que le llevaban Daniel, el caballero, y Schuff, el generoso, en termos de café o botellas de refrescos.
Salió de La Salpetriere con las piernas ya secas, aunque surcadas de cicatrices. Las ropas se le caían por la flacura. Con sus largos cabellos castaños, entre los que menudeaban hebras grises, sujetos por su gran gorro de astracán, la agresiva nariz quebrada sobre la cual titilaban, en perpetua excitación, sus pupilas azules, y la barbita de cabra en el mentón, su presencia seguía siendo imponente, y también sus gestos y ademanes, y las palabrotas con que acompañaba sus discusiones, cuando se reunía con sus amigos, en casa de ellos o en la terraza de algún café, pues en su estudio vacío ya no podía recibir a nadie. La gente solía volverse a mirado y a señalado, por su físico y sus excentricidades: la capa rojinegra que llevaba revoloteando, sus camisas de colorines tahitianos y su chaleco bretón, o sus pantalones de terciopelo azul. Lo creían un mago, el embajador de un exótico país.
La herencia del tío Zizi se redujo mucho con los gastos de hospital y médicos, de modo que se compró un pasaje de tercera, en The Australian, que, zarpando de Marsella el 3 de julio de 1895, cruzaría el canal de Suez y llegaría a Sidney a principios de agosto. De allí tomaría una conexión a Papeete, vía Nueva Zelanda. Procuró, antes de embarcarse, vender los cuadros y esculturas que le quedaban. Hizo una exposición en su propio taller, a la que, ayudado por sus amigos, y por una esquela de invitación escrita en términos crípticos por el sueco August Strindberg, cuyas obras de teatro tenían mucho éxito en París, acudieron algunos coleccionistas. La venta fue magra. Hizo un remate en el Hotel Drouot de toda su obra restante, que resultó algo mejor, aunque por debajo de sus expectativas. Tenía tanta urgencia de llegar a Tahití, que no podía disimulado. Una noche, en casa de los Molard, el español Paco Durrio le preguntó por qué esa nostalgia de un lugar tan terriblemente alejado de Europa.
—Porque ya no soy un francés ni un europeo, Paco. Aunque mi apariencia diga lo contrario, soy un tatuado, un caníbal, uno de esos negros de allá.
Sus amigos se rieron, pero él, con las exageraciones de costumbre, les decía una verdad.
Cuando preparaba su equipaje —se había comprado un acordeón y una guitarra en reemplazo de los que se llevó Annah, muchas fotografías y una buena provisión de telas, bastidores, brochas, pinceles y botes de pintura— le llegó una carta furibunda de la Vikinga, desde Copenhague. Se había enterado de la venta pública de sus pinturas y esculturas en el Hotel Orouot, y le reclamaba dinero. ¿Cómo era posible que se mostrara tan desnaturalizado con su esposa yesos cinco hijos suyos, a los que ella, haciendo milagros —daba clases de francés, hacía traducciones, mendigaba ayuda a sus parientes y amigos—, llevaba ya tantos años manteniendo? Era su obligación de padre y marido ayudarlos, enviándoles un giro de cuando en cuando. Ahora podía hacerlo, egoísta.
La carta de Mette lo irritó y entristeció, pero no le envió un centavo. Más fuerte que los remordimientos que a veces lo asaltaban —sobre todo cuando recordaba a Aline, niña dulce y delicada— era el imperioso deseo de partir, de llegar a Tahití, de donde no debía haber vuelto nunca. Peor para ti, Vikinga. El poco dinero de esa venta pública le era indispensable para retornar a la Polinesia, donde quería enterrar sus huesos, y no en este continente de inviernos helados y mujeres frígidas. Que se las arreglara como pudiera con los cuadros de él que aún tenía, y, en todo caso, que se consolara, pues, según sus creencias (no eran las de Paul), los pecados que su marido cometía descuidando a su familia, los pagaría abrasándose toda la eternidad.
La víspera del viaje hubo una despedida, en casa de los Molard. Comieron, bebieron, y Paco Ourrio bailó y cantó canciones andaluzas. Cuando él prohibió a sus amigos que, a la mañana siguiente, lo acompañaran a la estación donde tomaría el tren a Marsella, la pequeña Judith rompió a llorar.

PREMIO NOBEL DE LITERATURA 2010




 Talento mundial reconocido: Mario Vargas Llosa
Una vez más , la universidad Nacional Mayor de San Marcos está en la vitrina internacional ,y esta vez por una distinción largamente ansiada y de toda justicia : el Premio Nobel de Literatura 2010 a Mario Vargas Llosa ,ilustre egresado sanmarquino y Doctor Honoris Causa por esta cuatricentenaria universidad .Por ello , las autoridades de la Decana de América han propuesto entregarle ,en diciembre , la medalla de Honor San Marquina .En las siguientes líneas les ofrecemos , en edición extraordinaria , un recuerdo de este reciente galardón , su relación con San Marcos y su paso por estas aulas .
“Pesé que era una broma”, manifestó hilarante el escritor Mario Vargas Llosa (MVLL) a los periodistas que apenas enterados del galardón recibido por parte de la Academia Sueca , congestionaron su línea telefónica en busca de sus primeras declaraciones .No era para menos .Y es que finalmente , su obra y trayectoria es reconocida con el máximo laurel que puede obtener un escritor en el mundo : el Premio Nobel de Literatura .
La noticia lo sorprendió en Nueva York, donde dicta clases en la Universidad de Princeton .En su casa , recibió una llamada en la que le anunciaron la decisión de la Academia .Momentos después , un vocero leyó un breve comunicado explicando las razones por las que el literato se hizo acreedor al premio:”por su cartografía de las estructuras del poder y su reflejo agudo de la residencia del individuo , de su revuelta y de su fracaso”, precisa la Academia.
“Creo que es un reconocimiento a la literatura latinoamericana y en lengua española , y eso sí debe alegrarnos a todos”, señaló .Sostuvo , además , que este tipo de estimulo no cambiará el premio de 10millones de coronas suecas (1,5 millones de dólares) de manos del rey de Suecia en el auditorio de la cuidad de Estocolmo.
Se viene el celta
L a pregunta infaltable en cada entrevista siempre fue “¿Cuál de sus obras es su favorita?”, a lo que MVLL, de sus 74 años de edad , responde que siempre será la que se encuentra escribiendo , ya que para un escritor es un reto que su próxima novela sea su mejor trabajo.
Creaba así expectativa a sus seguidores , quienes esperan con inquietud su nueva publicación El sueño del celta ,que el 3 de noviembre llegará a las librerías. No obstante , el diario español El país , ya muestra en su página web un fragmento del libro .
Se trata de un relato sobre un personaje histórico , el diplomático irlandés Roger Casement (1864-1916), que indagó la brutalidad del Gobierno de Leopoldo II de Bélgica , durante la colonización del Congo y de violencia contra los recolectores de caucho en el Amazonas.
Por otra parte nuestro compatriota e ilustre egresado de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas expresó “Nunca me he arrepentido de aquella decisión juvenil de ingresar a San Marcos , atraído por esa aureola de institución laica , inconformista y crítica que lo rodeaba ,y que me seducía tanto como la perspectiva de seguir los cursos de algunas célebres figuras que en ella profesan”, manifestó a su turno el distinguido escritor de la generación del 50.
Sin duda nuestro notable escritor pone en relieve su obra creativa y enorgullece a todos los iberoamericanos en general , a los peruanos en particular y , de manera especial , a los sanmarquinos ,que de alguna manera motiva para que sigamos su ejemplo , nos encaminemos siempre por la ruta de la unidad de todos los peruanos .

MARIO VARGAS LLOSA EN LA POLÍTICA

MARIO VARGAS LLOSA Y LA POLÍTICA
Estoy seguro de que muchos han leído de la faceta política de nuestro Nobel de Literatura .Que fue el peor error de su vida , que deshizo como literato , que si hubiese ganado el Nobel .Pero muchos se preguntaran :¿Qué fue exactamente lo que hizo como político? En estas líneas haré un resumen de su vida como político .
En su juventud sanmarquina ,MVLI fue comunista , como casi toda la juventud intelectual de entonces .Su distanciamiento comenzó , dice él , cuando criticó la dictadura del régimen cubano , aunque otros testimonios indican por las influencias de su padre en la entonces dictadura militar de Manuel Odria .
Mucho tiempo después , en la cumbre de su fama literaria , nace el Movimiento Libertad .Este movimiento surge tras el intento aprista de estatizar la banca , poco antes de que la inflación galopante se convirtiera en la tan temida hiperinflación . ¿ Su fin principal? Defender los intereses de la burguesía bancaria , otrora aliada del régimen .Esta claro , hasta este punto ,que no defendía “la democracia y la libertad”, sino un interés de clase .
Con miras a las elecciones de 1990,se alía con Acción Popular y el PPC, partidos por entonces venidos a menos , para formar el Frademo (Frente Democrático).Su plan de gobierno fue, esencialmente , las políticas neoliberales del FMI para acabar con la hiperinflación que golpeaba al país : un fuerte reajuste económico (conocido popularmente como chock), privatización de empresas estatales “ineficientes”, entre otras .Este plan fue la base de la campaña de miedo por parte del APRA , que terminó sumándole votos al futuro dictador ,Alberto Fujimori .De ahí viene , pues , la conocida frase de “(el presidente”)no puede hacer presidente al que él quisiera , pero sí pude evitar que sea presidente quien él no quiere .Yo lo he demostrado”.
Después del autogolpe de 1992, Vargas Llosa decidió radicar en el extranjero .E. España se lo acogió como hijo adoptivo .Ahí también haría política , apoyando distintas causas de la derecha ,como , por ejemplo , solicitar la imposición de la enseñanza del castellano en todas las escuelas (siendo España un país plurilingüe ) e impulsando la predominancia de lo que conocemos como “cultura oficial”.
ANDRÉS ZUMARÁN
ALUMNO DE LA FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES

EL PROFESOR SUPLENTE

LECTURA :


EL PROFESOR SUPLENTE
(cuento)
Hacia el atardecer , cuando Matías y su mujer sorbían un triste té y se quejaban de la miseria de la clase media ,de la necesidad que andar siempre con la camisa limpia , del precio de los transportes , de los aumentos de la ley, en fin , de lo que hablan a la hora del crepúsculo los matrimonios pobres , se escucharon en la puerta unos golpes estrepitosos y cuando la abrieron irrumpió el doctor Valencia , bastón en mano , sofocado por el cuello duro .
_ ¡Mi querido Matías !¡Vengo a darte una gran noticia !De ahora en adelante serás profesor .No me digas que no …¡Espera! Como tengo que ausentarme unos meses del país , he decidido dejarte mis clases de Historia en el colegio .No se trata de un gran puesto y de los emolumentos no son grandiosos , pero es una magnífica ocasión para iniciarte en la enseñanza .Con el tiempo podrás conseguir otras horas de clase , se te abrirán las puertas de otros colegios , quien sabe si podrías llegar a la universidad …Eso depende de ti .Yo siempre te he tenido una confianza .
Antes de que Matías tuviera tiempo de emitir su opinión, el doctor Valencia había llamado al colegio , había hablado con el director , había abrazado por cuarta vez a su amigo y había partido como un celaje , sin quitarse siquiera el sombrero .
Durante unos minutos ,Matías quedo pensativo , acariciando esa bella calva que hacia las delicias de los niños y el terror de las amas de casa .Con un gesto energético ,impidió que su mujer intercalara un comentario y, silenciosamente , se acerco al aparador , se sirvió del oporto reservado a las visitas y lo paladeo sin prisa , luego de haberlo observado contra luz de la farola.
_Todo esto no me sorprende _dijo al fin _.Un hombre de mi calidad no podía quedar sepultado en el olvido.
Después de la cena se encerró en el comedor , se hizo llevar una cafetera , desempolvo sus viejos textos de estudio y ordeno a su mujer que nadie lo interrumpiera ,ni siquiera Baltazar y Luciano , sus colegas del trabajo , con quienes acostumbraba reunirse por las no ches para jugar a las cartas y hacer chistes procaces contra sus patrones de la oficina .
A las diez de la mañana , Matías abandonaba su departamento ; la elección inaugural bien aprendida , rechazando con un poco de impaciencia la solicitud de su mujer , quien lo seguía por el corredor de la esquina , quitándole las últimas pelusillas de su terno de ceremonia .
_No te olvides de poner la tarjeta en la puerta _recomendó Matías antes de partir _. Que se lea bien : Matías Palomino ,profesor de Historia .
En el camino se entretuvo repasando mentalmente los párrafos de su lección .Durante la noche anterior no había podido evitar un temblorcito de gozo cuando, para designar a Luis XVI, había descubierto el epíteto de hidra .
El epíteto pertenecía al siglo XIX y había caído un poco en desuso ,pero Matías , por su porte y sus lecturas , seguía perteneciendo al siglo XIX ,y su inteligencia , por donde se la mirara , era una inteligencia en desuso .Desde hacia doce años , cuando por dos veces consecutivas fue solo libro de estudios ni a someterse una sola cogitación al apetito un poco lánguido de su espíritu.
Cuando llego ante la fachada del colegio , se sobreparó en seco y quedo un poco perplejo .El gran reloj del frontis le indico que llevaba un adelanto de diez minutos .Ser demasiado puntual le pareció poco elegante y resolvió que bien valía la pena caminar hasta la esquina .Al cruzar delante de la verja escolar, divisó un portero de semblante hosco , que vigilaba la calzada , las manos cruzadas a la espalda .
En la esquina del parque se detuvo , saco un pañuelo y se enjugo la frente .Hacia un poco de calor .Un pino y una palmera ,confundiendo sus sombras , le recordaron un verso , cuyo autor trató en vano de identificar .Se disponía a regresar _ el reloj del municipio acababa de dar las once _cuando detrás de la vidriera de una tienda de discos distinguió a un hombre pálido que lo espiaba .Con sorpresas constató que se hombre no era otra cosa que su propio reflejo .Observándose con disimulo , hizo un guiño , como para disipar esa expresión un poco lóbrega que la mala noche de estudio y de café había grabado en sus facciones .Pero la expresión lejos de desaparecer , desplegó nuevos signos y Matías comprobó que su calva convalecía tristemente entre los mechones de las sienes y que su bigote caía sobre sus labios con su gesto de absoluto vencimiento.
Un poco mortificado por la observación , se retiro con ímpetu de la vidriera. Una sofocación de mañana estival hizo que aflojara su corbatín de raso .Pero cuando llegó ante la fachada del colegio , sin que en apariencia nada la provocara , una duda tremenda lo asaltó :en ese momento no podía precisar si la hidra era un animal marino ,un monstruo mitológico o una invención de ese doctor Valencia ,quien empleaba figuras semejantes para demoler a sus enemigos del Parlamento .Confundido , abrió el ojo de encima .Esta mirada , viniendo de un hombre uniformado , despertó en su conciencia de pequeño contribuyente tenebrosas asociaciones y , sin poder evitarlo, prosiguió su marcha hasta la esquina opuesta .
Matías se dio cuenta de que aún estaba en la hora .Echando mano a todas sus virtudes , incluso a aquellas virtudes equívocas como la terquedad , logro comprender algo que podría ser una convicción y , ofuscado por tanto tiempo perdido , se lanzó al colegio .Con el movimiento aumento su coraje .
Al divisar la verja asumió el aire profundidad y atareado de un hombre de negocios .Se disponía a cruzarla cuando , al levantar la vista , distinguió al lado del portero a un cónclave de hombres canosos y ensotanados que lo espiaban .inquietos .Esta inesperada composición _que le recordó a los jurados de su infancia _fue suficiente para desatar una profusión de reflejos de defensa y , virando con rapidez , se escapó hacia la avenida .
A los veinte pasos se dio cuenta de que alguien lo seguía .Una voz sonaba a sus espaldas .Era el portero ._Por favor _ decía _¿No es usted el señor Palomino , el nuevo profesor de Historia? . Los hermanos lo están esperando.
Matías se volvió , rojo de ira .
_ !Yo soy cobrador ¡_contesto brutalmente ,como si hubiera sido víctima de alguna vergonzosa confusión .
El portero le pidió .Matías prosiguió su camino , llegó a la avenida , torció hacia el parque , anduvo sin rumbo entre la gente que iba de compras , se resbalo en una sardinel ,estuvo a punto de derribar a un ciego y cayó finalmente en una banca , abochornado, entorpecido , como si tuviera un queso por cerebro .
Solamente cuando llegó a la esquina y vio que su mujer lo esperaba en la puerta del departamento , con el delantal amarrado a su cintura , tomó conciencia de su enorme frustración .No obstante se repuso ,tentó una sonrisa y se apresto a recibir a su mujer , que ya corría por el pasillo con los brazos abiertos .
_¿Qué tal te ha ido?¿Qué han dicho los alumnos?
_!Magnífico!..!Todo ha sido magnífico!_ balbuceó Matías _!Me aplaudieron!
_pero al sentirse los brazos de su mujer que lo enlazaban del cuello y al ver en sus ojos , por primera vez , una llama de invencible orgullo ,inclinó con violencia la cabeza y se echó desconsoladamente a llorar.
Julio Ramón Ribeyro
Las botellas y los hombres
Lima , Populibros ,1964.